Artículo sobre la faena del maestro Enrique Ponce, en la Feria del Señor de los Milagros de 2007, ante el toro "Artísta" de Bernaldo Quiros.
Por Jaime de Rivero B.
La plaza entera de pie le gritaba “Torero”, “Torero”, mientras paseaba las
2 orejas del toro de Bernaldo de Quirós, un
manso con el que acababa de lograr una faena magistral, de las mejores que se
hayan visto en la dos veces centenaria Acho. Enrique Ponce manda en esta fiesta
desde hace 20 años, gracias a su dominio total sobre toda clase de toros como a
su invariable regularidad. Nadie le ha podido igualar en todos estos años; tampoco
en Lima, donde la afición ya le ha concedido el lugar preferente que compartieron
Manzanares y “El Capea” durante los años setenta y ochenta.
Por coincidencia o tal vez presagio, el toro se llamaba “Artista”. Era bajo,
corto y ligero como suelen ser los toros del encaste saltillo. Aún así, unos cuantos
despistados protestaron por su apariencia, ignorando que esas hechuras se
ajustaban a las de su encaste. Desde que salió al ruedo, el animal mostró su
condición de manso definitivo, alejándose de todo, merodeando las tablas y andando
suelto y soso ante el llamado de los peones, quienes tuvieron que echar mano de
recursos para fijarlo.
La impaciencia ya colmaba los tendidos cuando el maestro tomó el percal
para parar al toro donde fuera posible, siendo en los lances iniciales donde
“Artista”, tímidamente revelaría la virtud de humillar con clase, muy abajo.
Enrique
Ponce debió ser uno de los pocos que la percibió y, quizás, el único que tuvo
fe en ella. Pero no sólo se requería fe,
si no también mucha sabiduría, porque esta virtud remota se forjaba en una
embestida muy incierta, de las que impiden completar las suertes y generan
complicaciones en los toros. La solución se encontraba en ese talento que debía
ser cultivado y desarrollado, para luego construir una faena hasta entonces, inimaginable
e improbable.
A esta labor se consagró el maestro desde el inicio. Citó andando hacia
atrás en todos los lances para estimular el interés del toro, desarrollar la
fijeza y generar la confianza necesaria que lo haga repetir; a la vez, lo recibía
adelante con el vuelo de su capote extendido, para llevarlo con mucho temple hasta
el remate, atrás y a dos manos, enseñándole el largo camino que debía seguir su
buena embestida. No hubo imposición ni lucimiento artístico, pero si una lidia inteligente,
orientada a controlar y solucionar los problemas del manso.
Ante el picador, el animal acudió al relance, tomando una sola vara en
la que empujó la cabalgadura sin emplearse del todo, para luego salir suelto hacia
los medios reafirmando su escasa bravura. El matador no permitió más castigo y
pidió el cambio de tercio para no agotar
las fuerzas del oponente.
Este planteamiento es propio de la tauromaquia de Enrique Ponce, en la
que predomina la estrategia sobre el lucimiento estético. El no es un torero del
primer tercio a pesar de su fino empaque; su repertorio es limitado, quizás cuatro
o cinco suertes, y es muy moderado en los quites. Para él, los primeros tercios
son de estudio y preparación, donde debe solucionar las dificultades de los
toros. Sus largos capotes le sirven para controlar mejor las embestidas, a
diferencia de los toreros “artistas” que prefieren capotes más pequeños. En su
concepto, el toreo de capa no es un fin en si mismo, sino un medio, un instrumento
de enseñanza y calibración supeditado al tercio final, en el que su prodigiosa muleta
se apodera del toro como muy pocos lo han logrado jamás. Su arte es la maestría de dominar con inteligencia y belleza.
Brindó en los medios cuando nadie lo esperaba y fue hacia el burel con la
seguridad del que sabe. Inició la faena con series de doblones muy largos y
templados, con la finalidad de extender al máximo sus embestidas, pero cuidando
de rematar con suavidad para no quebrantarlo ni fustigarlo demasiado. El toro
aceptó la propuesta y fue abandonando su defensivo comportamiento para entregarse
a embestir, mientras el público comenzaba a disfrutar la transformación del
toro por el maestro.
Para evitar que el manso desarrolle querencias, el valenciano lo
trasladó al extremo opuesto del ruedo, al pie de los tendidos de sol. Ahí realizó
el toreo fundamental, por naturales y derechazos, llevándolo muy toreado, dándole
tela hasta el final del viaje, sin separarle la muleta del hocico para sujetar
la huida, y luego recoger la embestida para los pases siguientes. Las series
fueron templadas, largas y profundas, lográndose más en cada una de ellas hasta
torear con sentimiento y entrega, metiéndose al toro hacia
adentro, codilleando y acompañándolo con el cuerpo para rematar en la cadera.
Una de las claves de
la faena fue el temple con el que Enrique Ponce sometió la embestida del toro,
hasta el punto de extraerle cualidades de bravura como la codicia y la repetición,
que no mostraba en los tercios anteriores. El temple de Ponce es proverbial,
pues le permite acompañar la embestida para luego tirar gradualmente hasta embobar
al toro y convertirlo en un ente que sólo persigue la muleta. Aplicó el temple
desde los primeros lances de capa, enseñándole a embestir para enseñarle a embestir y luego exigirle
progresivamente en sus acometidas, estructurando una faena completa y majestuosa.
La suavidad y naturalidad de su toreo se impusieron sobre la desidia
Con el temple se forjaron las numerosas roblesinas y otros tantos circulares sucesivos que levantaron al
público de sus asientos sin poder creer lo que veían. El temple también permitió la transmisión, aún
cuando al final de algunas series el toro miraba o tendía a irse a tablas.
Algunos
aficionados han dicho que no hubo transmisión. Discrepo con ellos porque la
transmisión se puede verificar casi objetivamente; está o no está presente.
Bastaba ver al público de pie, vitoreando cada suerte en apoteosis para
comprobar que la hubo. La transmisión contiene una cuota de peligro, pero también
de estética, sabiduría, acometividad y otros componentes, sin que existan fórmulas ni
medidas para alcanzarla. Es finalmente un estado de ánimo que prende en el sentimiento
y se difunde en el corazón de la plaza, como ocurrió aquella tarde.
En alarde de valor y sabiduría, culminó su cátedra con unos doblones sensacionales
con la rodilla en tierra, haciendo embestir muy despacio a un toro ya rajado y aplomado
por el fragor de la lidia, para luego rematar con un pase de pecho largo y eterno
ante el delirio de la plaza puesta en pie.
Cogió la espada y entró
a matar en forma ejemplar, recto y por derecho, como se decía antiguamente, dejando
una estocada corta, arriba y bien dirigida en el hoyo de las agujas. Los
capotazos por alto hicieron los suyo, logrando con los derrotes profundizar el
acero hasta envasar media espada, suficiente para hacerlo doblar. La afición en
la plaza le otorgó las orejas, la puerta grande y todos los premios en juego.
Algunos han tratado de restarle valor a la faena, aduciendo que se mató
de un pinchazo hondo. Aún cuando en realidad se trató de una estocada corta, la
discusión deviene en irrelevante porque la ejecución de la suerte fue estupenda
y la dirección de la espada perfecta. La suerte mayor se juzga por la ejecución, sin que resulte opacada por
defectos menores en la ubicación
del estoque, dado que también intervienen
factores aleatorios que determinan su posición.
Enrique Ponce fue el gran triunfador de esta feria. Esta faena, muy
superior a la que le valió el rabo de “Halcón” en el 2000 y otras en ferias anteriores,
ha sido un hito en la historia de la feria morada y una de las más memorables
en los más de dos siglos que se llevan corriendo toros en Acho.
No obstante ello, unos días después y a espaldas de la afición, el
Consejo Taurino con el alcalde del Rimac a la cabeza, declararon desierto el Escapulario
de Oro. Esta infame decisión la justificaron en dos argumentos deplorables que
no correspondían a la categoría de Acho ni a la de su trajinada afición.
El Consejo Taurino sostuvo que “Artista” no tuvo el trapio suficiente
para ser lidiado en Acho, cuando ellos como autoridad dieron pase a la corrida
y concedieron los apéndices. Consumados los hechos no es posible tachar a un
toro por esa razón, menos castigar al torero triunfador. Así se arruina la
reputación de la plaza, convirtiéndola en un circo en donde se actúa al antojo.
Pero el mayor ridículo se hizo al señalar que no se otorgó el Escapulario de Oro porque el
toro fue manso. ¿Qué clase de conocimientos taurinos tienen estas personas para
sostener tremendo disparate? El grado de bravura no es óbice para premiar la
buena labor de un diestro en ninguna plaza del mundo. Grandes faenas se han
hecho a bravos como a mansos, cada una con sus dificultades y méritos propios.
La incapacidad del Consejo Taurino fue tal que se tuvo que recurrir a un
comité alterno para que ayude a tomar las decisiones. Además, sin necesidad
alguna y a través de una nota de prensa, publicaron sus errados fundamentos, lo
que fue percibido como la jactancia de la propia ignorancia. Estoy convencido que
el silencio hubiera reducido en parte el enorme daño causado a nuestra Feria.
El Consejo Taurino no puede estar integrado por quienes no conocen de toros
ni por improvisados. El alcalde se equivocó al desaforar a las instituciones que
participaban del anterior Consejo Taurino. Si se quería mayor representación de
los aficionados, lo que es saludable, bien se pudo incrementar el número de integrantes
del Consejo Taurino sin necesidad de desplazar a los anteriores que aportaban
el conocimiento especializado. Al menos, no se habrían cometido tales barbaridades
contra nuestra Feria.
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